Lost in Translation (2003)
- escine
- 24 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Una historia de amor, tierna como pocas. Una nueva perspectiva sobre el asombro y la fascinación hacia lo nuevo. Una descripción visual de qué es sentirse perdido. Sin embargo, también el retrato del encuentro de la cultura occidental y oriental, y en descubrir cuán cerca y cuán lejos estamos… todo ello es el clásico de cinéfilos, Lost in Translation.

Quería ver esta famosa película, dirigida por Sofía Coppola, desde hace rato, porque me interesaba toda la mística que la rodea ante los amantes del cine, pero también porque, como persona que trabaja todos los días con el lenguaje, me intrigaba el título. Creo que este no se explora más que de forma sensorial, porque vemos a Bob y Charlotte, cada quien en su experiencia individual, enfrentados a Tokio, un lugar en el que no tienen idea qué significa nada, ni aun las expresiones y los gestos, radicalmente diferentes a los occidentales. Y es, en este sentirse abrumados y perdidos en su entorno, que se encuentran uno al otro, como alguien a quien entienden y los entiende.
Ambos, tanto él, un actor famoso de mediana edad, como ella, una mujer recién graduada de Filosofía y recién casada también, se encuentran perdidos en otro sentido: no entienden qué hacer con su vida. Él preferiría volver a filmar películas de acción y entender su rol en su matrimonio y familia, y ella quisiera saber qué sigue después de la universidad, qué puede esperar de su esposo y su vida juntos. Quizá esta es otra forma de “lost in translation”: perderse en la traducción, ese proceso que le da significado a algo, en este caso, a la existencia.
Pienso que los protagonistas también se descubren asimismo como individuos. Porque Bob está harto de la atención que se le da en Japón como figura legendaria, y Charlotte lo está de ser invisible para su esposo y todos. Entre sí, se ven como personas, dignas de atención y cuidado. Sin embargo, si uno está acostumbrado a las películas superficiales de romance (en serio, perdónenme la vida) se pierde mucho del simbolismo cinematográfico del filme, porque espera una consumación apasionada de su romance o diálogos más significativos (aunque fue por el guion que ganó el Óscar y Globo de Oro), siquiera como un “te amo”. Probablemente, lo más significativo que ambos se dicen, además de las miradas, es en susurros que no estaban pensados para que nosotros los oyéramos. Propongo que debe ser un filme que debe disfrutarse por lo que es, sin proyectar nuestras expectativas o estereotipos de cómo se ve el amor. Y probablemente así deberíamos acercarnos al amor en la vida real también.
Finalmente, en un plano más sociológico-intelectual, me llama la atención cómo el filme demuestra el choque cultural. No suelo ver muchas películas ambientadas en Asia porque, en general, como los personajes, también me resisto a no entender qué está pasando. O a la sensación de lo exótico inescrutable. Pero creo que esta retrata bien la sensación de asombro ante lo desconocido, la fascinación por lo nuevo, especialmente en cómo son tomadas las escenas y cómo logramos ver a través de la mirada de Charlotte y de Bob. Un punto a discutir sería también la obsesión que demuestran los japoneses por la occidentalidad, desde cómo funciona y está decorado el hotel, como con la admiración inmediata que suscita Bob entre las personas de la calle, que explica por qué una marca de licor estuvo dispuesta a pagarle tanto dinero porque les hiciera un anuncio. Y es maravilloso porque es una idea extraña de la occidentalidad, que se ve en la escena de la sesión de fotos, en la que le solicitan a Bob un estereotipo que ya no era válido para él ni para los norteamericanos entonces.
Así, creo que Lost in Translation sí es maravillosa, porque es 1) de esos filmes que tienen su propio lenguaje a desentrañar y porque 2) es una producción artística que permite analizar muchas aristas y capas de la realidad. Aún no discierno si vale todo el hype que se le ha dado, pero me parece una pieza digna de apreciarse y descubrirse aun 17 años después y en el futuro.
Hanna Orellana
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